Los Torinos en Nürburgring
Atrapante relato que rescata Mate amargo. Nos remite a un tiempo del gran desarrollo de nuestra industria nacional. El Estado presente y una épica que es urgente rescatar frente a un gobierno que mutila el estado nación.
Por Roberto Arnaiz
Por algún extraño capricho de los dioses del fierro, hubo una vez que Argentina —sí, esta misma, la del bondi que no llega, el mate lavado y el portero que protesta— se juntó como un solo motor para hacer historia. Y no fue en una cancha, ni en el Congreso, ni en la plaza de Mayo. Fue en Alemania, en el mismísimo infierno de Nürburgring, donde los nuestros se plantaron como toros mecánicos en el corazón de Europa. Con aceite en las venas, nafta en el alma y una ilusión rugiendo más fuerte que un trueno sobre la Pampa.
Corría 1969. Mientras los yanquis clavaban su bandera en la Luna como quien pincha una aceituna en un vermut, acá se gestaba otra conquista. Más terrenal, más digna, más nuestra. La Misión Argentina en Nürburgring no fue una carrera: fue una patriada mecánica. Un acto de fe sobre ruedas, un gesto industrial que gritaba: «Mirá si no vamos a poder».
No era un capricho de talleristas locos. Era una misión oficial, financiada por IKA-Renault con apoyo del Estado. Argentina, con su industria recién lustrada y el orgullo carburando a fondo, se plantaba en Europa con el pecho inflado y tres Torino 380W que parecían nacidos para el asfalto… pero criados entre tuercas y mate cocido.
El General no era Perón. Era Juan Manuel Fangio, el quíntuple campeón que volvía a dirigir como un patriarca de los fierros. A su lado, Oreste Berta, el brujo de Alta Gracia, ese que hablaba con los motores como quien le reza a los santos. Juntaron a los mejores: nueve pilotos, doce mecánicos y tres bestias mecánicas listas para batirse contra marcas como Porsche, BMW, Lancia y Mercedes-Benz en una carrera demente de 84 horas seguidas. Sí, ochenta y cuatro. Más que tres días. Más que el sentido común.
Los pilotos eran tipos curtidos: Copello, Oscar Fangio, Reutemann, Cupeiro, Perkins, Larry Rodríguez Larreta… No manejaban, domaban. Eran más domadores que corredores. Dormían poco, comían nada, y cuando se bajaban del auto, parecían sobrevivientes de una batalla. Las manos temblorosas, los ojos enrojecidos y los músculos hablando en otro idioma.El circuito, Nürburgring, era largo como la espera en un hospital público y traicionero como un amigo de la infancia que se vuelve político.
El Torino N°1 abandonó con el embrague hecho jirones. El N°2, con Cupeiro y Perkins, fue desclasificado por detenerse demasiado tiempo en boxes. Solo sobrevivió el N°3, con Copello, Larry y Eduardo Rodríguez Canedo. Ese toro aguantó todo. Hizo 334 vueltas. Más que cualquiera. Pero las reglas, escritas en alemán y aplicadas con precisión quirúrgica, lo bajaron al cuarto puesto oficial. Penalizaciones por “paradas largas”. Como si cambiar una bujía en medio del Apocalipsis fuera un capricho.
—¡Pero si estaban cambiando una bujía, carajo! —gritó un mecánico, con los nudillos negros de grasa y el alma más limpia que un lunes a la mañana.
Yo no estuve en Nürburgring. Pero conozco a los tipos que podrían haber estado. El que trabaja doce horas en el taller de Villa Devoto, el que le pone el alma al carburador como si fuera un poema con olor a nafta. Esos tipos sabían que el Torino no era un Ferrari. Ni un Porsche. Era un boxeador de barrio, con los dientes flojos y el corazón de acero. Era el mate en el taller, la radio a galena, la curva tomada con alma. Y se plantó en Europa como quien se mete a una fiesta de etiqueta con los zapatos embarrados y se sienta en la mesa principal.
Los diarios europeos se atragantaban escribiendo “Torino” sin tragarse el orgullo. No lo entendían. ¿Cómo podía un auto argentino, con alma sudaca y nombre italiano, aguantar semejante tortura mecánica? El Torino había nacido entre manos callosas, tornos oxidados y sueños industriales. Pero en Alemania, se convirtió en leyenda.
Las 84 horas no solo exprimieron motores: deshilacharon nervios, rompieron muñecas, aflojaron costillas. Los pilotos salían de cada turno con el cuerpo hecho engranaje y los ojos más cerca del cielo que del tablero. Lo que no se rompió fue el alma.
Porque esa carrera no se ganó con copas ni medallas. Se ganó en el corazón del pueblo. En cada viejo que acaricia la miniatura del Torino como si tocara el lomo de un hijo. En cada chico que no entiende por qué se le hace un nudo en la garganta al ver esas fotos en blanco y negro. En cada argentino que, aunque no lo sepa, lleva un poco de Nürburgring en la memoria genética.
Después vinieron los olvidos, las fábricas cerradas, los autos importados, los que dijeron que lo de afuera era mejor. Y ahí quedó el Torino, durmiendo bajo una lona en el fondo de un galpón, soñando con curvas alemanas y una patria que se olvidó de soñar.
Y pensar que mientras eso pasaba allá, acá seguíamos discutiendo por el precio del pan, por quién tenía razón en la radio, por qué todo está mal. Sin darnos cuenta de que por una vez, habíamos corrido al lado de los grandes sin pedir permiso. Que habíamos demostrado que sí, carajo, podíamos.
Quizá eso sea el verdadero triunfo: saber que se puede, aunque no te den el trofeo. Porque lo que no se oxida, no es el motor. Es el recuerdo.
Gracias al aporte de Juan Carlos Tuzzolino