Despidos, persecución y censura en Télam
¿Asumimos como propio ese perfil del periodista o nos rebelamos contra esa conceptualización?
Como primer paso debemos revisar nuestra propia definición de “periodista”. Cada 7 de junio se conmemora el “Día del Periodista” y cada 25 de marzo el “Día del Trabajador de Prensa”. La dualidad del calendario proclama una distinción. Cada una de esas dos definiciones expresa una afirmación sobre lo que el oficio es y -sobre todo- una regla de exclusión sobre aquello que deseamos expulsar de nuestra identidad.
La construcción de la categoría “trabajador de prensa” tuvo un proceso paciente, por momentos moroso y silencioso; y en otros, de pulso violento y dramático. El primer sindicato de prensa se formó en 1919 cuando ese imaginario estaba en un estado inconcluso. La prueba de fuego fue una huelga contra el entonces poderoso diario La Prensa. Los huelguistas presentaron su pliego de reivindicaciones y la respuesta patronal fue contundente: “A los obreros gráficos despedidos los podemos reincorporar, a los periodistas, simplemente, los reemplazamos con ordenanzas de la casa”.
Aquella huelga -que se prolongó durante una semana- se perdió. Los dirigentes del sindicato entregaron sus renuncias a cambio de una promesa de levantar las sanciones contra otros periodistas, administrativos y empleados de expedición del diario. Hasta escribieron una nota expresando arrepentimiento por el levantamiento. Con las renuncias de los cabecillas en la mano, La Prensa no retrotrajo ninguna situación.
Fue una etapa de aprendizaje. Quince años después, el 25 de marzo de 1944 cuando se sancionó la primera versión del Estatuto del Periodista (por eso fue elegida la fecha de conmemoración del “Día del Trabajador de Prensa”) eran todavía contados los empleados de empresas periodísticas -ya sean periodistas o administrativos- que aceptaban la categoría de “trabajador de prensa” que hoy reivindicamos.
Entre los periodistas sobrevolaba la idea de que se trataba de un oficio de “artistas” o “intelectuales”, trabajadores “de cuello blanco” que debían mantenerse ajenos a la sindicalización, a la que concebían como un proceso exclusivo de los trabajadores “de cuello azul” (obreros), hijos de la Revolución Industrial. Se trataba de una forma mal decantada de aquel debate que habían sostenido -ochenta años antes- José Hernández y Domingo Sarmiento entre el periodismo de los ideales y el periodismo asalariado que exige, a su vez, leerse en las entrelíneas del debate Alberdi-Sarmiento.
Hernández escribió en 1863 para el diario El Argentino de Paraná una serie de textos bajo el título “Vida del Chacho”, un panfleto mordaz sobre la tergiversación de los hechos, documentos y fechas -por parte del gobierno y la prensa sarmientina- en la muerte de Vicente Peñaloza. Fue tal vez el primer pulso del periodismo de investigación. Un antecedente de la vocación que expresó, como ninguno, Rodolfo Walsh.
Tampoco en aquel tiempo (volviendo a 1944) los empleados administrativos se sentían amparados bajo el concepto de “trabajadores de prensa”. Estaban encuadrados en el Código de Comercio y, dentro de las empresas, se sentían en cualquier caso más cercanos a la tradición de los obreros gráficos, entonces poderosos en un universo periodístico donde mandaba el papel y sin los aires intelectualistas que exudaban los periodistas.
La sucesión de luchas de los propios trabajadores y también la misma política integradora de Perón construyeron en pocos años el imaginario colectivo del “trabajador de prensa” en el que ahora abrevamos. Desde entonces, leyes, convenios colectivos y reglamentaciones los unificaron. No podía ser diferente si disputaban por igual el salario y las condiciones de trabajo ante los mismos patrones.
El 25 de marzo de 1944 se sancionó el decreto 7618 que consagró el Estatuto del Periodista, a partir de la militancia de un colectivo de vanguardia que llevaba años bregando por la agremiación de los trabajadores de prensa. La lograron gracias a la gestión de Juan Domingo Perón, entonces Secretario de Trabajo y Previsión. Lejos estaba aquel grupo de activistas de las posiciones de Perón, pero la distancia ideológica no impidió la sanción del Estatuto. Un año antes, en 1943, por primera vez en la historia Argentina se había reconocido la legalidad de las organizaciones obreras.
El Día del Trabajador de Prensa conmemora también la figura de Walsh, asesinado un 25 de marzo, en 1977, luego de despachar ejemplares de su carta abierta a los jerarcas de la dictadura en el primer aniversario del golpe del Estado. Walsh fue, acaso, el mayor ejemplo del trabajador de prensa.
El “Día del Periodista” tuvo otro sentido. Se instituyó en 1938 como “un acto de afirmación de la libertad de expresión”. Sin embargo, se eligió como fecha de celebración el 7 de junio en referencia al primer número de La Gazeta de Buenos Aires, dirigida por Mariano Moreno.
De Moreno a Walsh -e incluso en el propio Hernández- hay una concepción del oficio que reconoce continuidades. Un ejercicio del periodismo cargado de valor político y compromiso social. En ese derrotero de intercambios hace tiempo que los trabajadores de prensa -incluso por encima de las políticas de algunos sindicatos- celebramos el “Día del Periodista” con el plexo de significados del “Día del Trabajador de Prensa”.
Aquella tradición es la que debemos recoger hoy las trabajadoras y los trabajadores de Télam y de todos los medios públicos frente a la agresión que sufrimos por parte del gobierno.