Mi Platero
Cuando la sangre acude a la herida. Memoria, identidad y los orígenes
Por Omar López
Mi viejo se cayó de la higuera y rodó por los techos de chapa del conventillo vecino de la calle Juramento 4877. Una vez me contó que por esa techumbre escaparon obreros de Perón. Recuerdos de ese fondo de tierra, con gallinero y pared con pasaje al patio de la escuela primaria de la parroquia Espíritu Santo. Rememoro su voz entrecortada diciendo al doctor cuánto le dolía su pecho de gigante. Con cuatro o cinco años lo miraba desde abajo y recuerdo sus piernas musculosas, su cuerpo de gigante, aquellas manos grandes, su olor a mecánico.
En sus dos últimos años de vida y cuando ya no era aquel gigante de mi infancia, aparecieron tramos de su memoria perdida.
Tiempos de la impresión clandestina en papel biblia de los comunistas.
La historia de un general De La República, sobreviviente de la Guerra Civil Española, entrenando en autodefensa a los jóvenes militantes. Las armas escondidas en la fábrica de ataúdes de un primo.
Se llamaba Guillermo López Fregenal, su origen paterno remonta a un pueblo de Extremadura, España, tierra del Quijote, cuna de Miguel de Cervantes Saavedra.
Guillermo, hijo de un anarquista ferroviario, cuentacuentos, fabulero y bromista de temer. Nació un diez de abril de 1904, meses antes de la Primera Guerra Mundial.
Eran diálogos que nacían agonizando, imágenes de un origen, una razón y un derecho. Desayuno en el descascarado y amarillento bar de La Rioja y Belgrano, antes de la quimio. La certeza de su muerte anunciada, mis interminables preguntas para guardar su existencia. Su presentido final en aquellos ojos celestes más tristes que tragué en toda mi vida.
Era como remontar el barrilete de una memoria sin alas. El principio de demencia de Adela, mi madre crucificada de dolores y ausencias.
Los panfletos ocultos en la caballeriza de La Panificadora Argentina, ubicada en Juramento y Donato Alvarez, hoy Avenida Ex Combatientes de Malvinas. La muerte de mi hermana Silvia, de seis meses. La versión del veneno y la venganza de los fachos del barrio. El ajuste con un disparo en la frene que prolongó la noche para siempre. Los llantos mudos de mi madre en la pieza del inquilinato, el dolor y la impotencia con la máscara de la crueldad descargando ira sobre mi hermana mayor, intoxicada de todas las frustraciones y odios.
Repaso del pasado cuando el ánimo no dormía por la morfina. Su confesión de espanto, de perder el hijo, cuando en plena madrugada del golpe del 24 de marzo de 1976 nos descubrió en Boedo, con los volantes y “los fierros” para la clandestinidad.
La memoria nos sacó a pasear en sus últimos dos años. Y llegó el hombre a la luna que vimos en la tele en blanco y negro, en nuestra casita de Ituzaingó.
La escalera que puso para subir al techo, cuando cumplí siete años, porque se trataba “de estar más cerca de las estrellas”. Aquella portátil Panasonic, con onda corta “para escuchar a Fidel”. El regalo de la primera máquina de escribir portátil, Lettera 22 de Olivetti, para mis primeros ensayos de periodista.
Verlo grande, viejo y llorando cuando entró a casa aquella noche de invierno que le robaron su sueldo en el micro de La Lujanera.
Supe de su tiempo de obrero en los telares de la empresa Grafa, en el barrio de Villa Pueyrredón. De aquellos enormes camiones que conducía, remolcando tramos de grandes puentes de hierro. Rompecabeza interminable; un cartón de cigarritos negros por día, sus peleas callejeras saliendo en defensa del débil. Fui testigo a los diez años de una de película en “La curva de Castelar” en medio de la ruta y con el tránsito detenido cruzando trompadas con varios tipos. Susana era una prima de mi viejo, lo amaba y de vez en cuando me contaba sobre “el pelado Guillermo”. Ocurrió una tarde de verano que unos cinco tipos que tenían un Plaimond, auto de cuatro puertas, y manosearon a una chica del barrio. Los vecinos llamaban al policía que estaba en la otra cuadra, los tipos se quisieron escapar y “el pelado Guillermo” les levantó el auto como quien levanta pesas.
Terminó de chofer del millonario Alfredo Fortabat, el amo y señor del emporio cementero de Loma Negra.
Finalizaba la dictadura y se apareció con una foto. Era el retrato de un milico represor que por entonces integraba la custodia que tenía el viejo Fortabat. Ese dato lo entregamos a los compañeros que estaban en la APDH.
Una de las últimas mañanas de lucidez, en su cama de la sala 86, del tercer piso del Hospital Español, y junto a su amigo de la Mesa Coordinadora de Jubilados, el entrañable Julio Liberman, me pidió que lo cremara y pusiera en el nicho del cementerio donde estaban los restos de Silvia.
Nuestras manos se cruzaron y la vida salió desbocada por todos los bordes del dolor y el espanto. Frente al crematorio estuvieron todos sus compañeros de La Mesa, con el puño alzado al cielo, y lo despidieron,“¡Hasta la victoria siempre!”
Cuando nació papá, en 1914, aparecía la primera edición de Platero y yo, del español Juan Ramón Jiménez, publicada por la editorial La Lectura.
“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos…” Guillermo, el gigante de mi infancia terminó pequeño y tan blando por fuera, pero adentro y entre algodones quedó su memoria que me habita, tantos fragmentos interminables, la sangre que aún no seca y brota en gestos y palabras de mis hijos y nietos.
Mi viejo fue un platero que iluminó las noches más oscuras.